miércoles, 5 de abril de 2017

Domingo 2º de Cuaresma, Año C. (2013). Este es mi Hijo elegido, escuchadle. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo que nos ha revelado su rostro. La contemplación del rostro de Cristo se centra en la Escritura. «Ignorar las escrituras es ignorar a Cristo mismo». La fe es adulta y madura cuando está profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Ser niños en la fe significa ser llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina. Un programa para nuestra vida: Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir con él la vida trinitaria y transformar con él la historia. En el centro de nuestra fe, de nuestra liturgia, de nuestra espiritualidad, debe brillar por encima de todo y de todas las cosas, el rostro de Cristo: él debe ofuscar los «devocionalismos fáciles», debe confundir las degeneraciones de las diversas sectas, debe llevar lejos «del oscuro abismo de las supersticiones». “Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”. (Antífona de Entrada, Salmo 26, 8-9)



1 Domingo 2º de Cuaresma, Año C. (2013). Este es mi Hijo elegido, escuchadle. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo que nos ha revelado su rostro. La contemplación del rostro de Cristo se centra en la Escritura. «Ignorar las escrituras es ignorar a Cristo mismo». La fe es adulta y madura cuando está profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Ser niños en la fe significa ser llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina. Un programa para nuestra vida: Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir con él la vida trinitaria y transformar con él la historia. En el centro de nuestra fe, de nuestra liturgia, de nuestra espiritualidad, debe brillar por encima de todo y de todas las cosas, el rostro de Cristo: él debe ofuscar los «devocionalismos fáciles», debe confundir las degeneraciones de las diversas sectas, debe llevar lejos «del oscuro abismo de las supersticiones». “Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”. (Antífona de Entrada, Salmo 26, 8-9) Cfr. Domingo 2 de Cuaresma, Año C (2013). Evangelio: “Este es mi Hijo elegido, escuchadle”. 24 de febrero de 2013 Lucas 9, 28b-36: 28 Sucedió que Jesús tomó consigo a Pedro, a Juan y a Santiago, y subió a un monte para orar. 29 Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente. 30 Y he aquí que dos hombres estaban conversando con él: eran Moisés y Elías 31 que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que había de cumplirse en Jerusalén. 32 Pedro y los que estaban con él se encontraban rendidos por el sueño. Y al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que con él estaban.33 Cuando éstos se apartaron de él, dijo Pedro a Jesús: Maestro, qué bien estamos aquí, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías; no sabiendo lo que decía. 34 Mientras decía esto, se formó una nube y los cubrió con su sombra. Al entrar ellos en la nube, se atemorizaron. 35 Y salió una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo, el elegido, escuchadle. 36 Cuando sonó la voz, se quedó Jesús solo. Ellos guardaron silencio, y a nadie dijeron por entonces nada de lo que habían visto. EN EL AÑO DE LA FE Escuchadle: Cristo es el rostro de Dios • El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe». (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística con ocasión de la apertura del Año de la Fe) • Conocer a Dios, profundizar en los rasgos de su rostro, pone en juego nuestra vida porque Él entra en los dinamismos profundos del ser humano. (Benedicto XVI, Catequesis sobre la fe, 17 de octubre de 2012) • En aquel niño, el Hijo de Dios que contemplamos en Navidad, podemos reconocer el rostro auténtico, no sólo de Dios, sino el auténtico rostro del ser humano. Sólo abriéndonos a la acción de su gracia y buscando seguirle cada día, realizamos el proyecto de Dios sobre nosotros, sobre cada uno de nosotros. En la Navidad veces se está más atento a los aspectos exteriores, a los «colores» de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos. (Benedicto XVI, Catequesis sobre la fe, 9 de enero de 2013) • En Jesús se revela el “rostro de Dios”. Que Dios tiene un rostro quiere decir que es un «Tú» que puede entrar en relación, que no está cerrado en su Cielo mirando desde lo alto a la humanidad. Lo importante es que sigamos a Cristo no sólo en el momento en que tenemos necesidad y cuando encontramos un espacio en nuestras ocupaciones cotidianas, sino con nuestra vida en cuanto tal. Toda nuestra existencia debe estar orientada hacia el encuentro con Jesucristo, al amor hacia Él; y, en ella, debe tener también un lugar central el amor al prójimo, ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil, en el que sufre. (Benedicto XVI, Catequesis sobre la fe, 16 de enero de 2013) 2 1. “Éste es mi Hijo elegido, escuchadle” (Lucas 9,35). Cfr. Juan Pablo II, Homilía, 2 domingo de Cuaresma Año C 2 de marzo de 1980 Génesis 15,5-12.17-18; Filipenses 3,17-4,1; Lucasc 9,28b-36 Homilía en la Parroquia de San Roberto Belarmino Estas palabras resuenan sobre Cristo por segunda vez. Por segunda vez [Dios Padre]da testimonio de Él desde lo Alto: en este testimonio el Padre habla del Hijo, de su Predilecto, Eterno, que es la misma sustancia que el Padre, del que es Dios de Dios y Luz de Luz, y se hizo hombre semejante a cada uno de nosotros. La primera vez este testimonio fue pronunciado en el Jordán, en el momento del bautismo de Juan. Juan dijo: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Y una voz del cielo: “Éste es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3,17). Esto sucedió en el Jordán -al mismo tiempo de la misión mesiánica de Cristo-. Ahora sucede en el monte Tabor, ante la pasión que se acerca: ante el Getsemaní, el Calvario. Y al mismo tiempo en testimonio de la futura resurrección. […] El Padre da testimonio del Hijo y, a la vez, nos hace conocer que por Él y en Él -por Él y en Él- se encierra la nueva y definitiva Alianza con el hombre. o Antes de esta nueva y definitiva alianza de Dios con el hombre, ya había habido otras de Dios con el hombre. Esta alianza es el culmen de la economía de la salvación. Esta alianza se ha realizado para en Dios hijo los seres humanos se conviertan en hijos de Dios: Cristo nos “ha dado poder de venir a ser hijos de Dios”, sin mirar la raza, la lengua, nacionalidad, sexo. Cuando el Padre viene, en esta misteriosa voz de lo Alto, da testimonio del Hijo y, a la vez, nos hace conocer que por Él y en Él -por Él y en Él- se encierra la nueva y definitiva Alianza con el hombre. Esta Alianza había sido realizada antiguamente con Abraham, que es padre de nuestra fe (como dice San Pablo, cfr. Romanos 4,11): y éste fue el comienzo de la Antigua Alianza. Sin embargo, la Alianza se había hecho antes aún con Adán, con el primer Adán (como lo llama San Pablo, cfr. 1 Corintios15,45) y no mantenida después por los progenitores, esperaba a Cristo, el segundo “el último Adán” (1 Corintios 15,45), para adquirir en Él y por Él -por Él y en Él- su definitiva forma perfecta. Dios-Padre realiza la Alianza con el hombre, con la humanidad, en su Hijo. Éste es el culmen de la economía de la salvación, de la revelación del amor divino hacia el hombre. La Alianza se ha realizado para que en Dios-Hijo los seres humanos se conviertan en hijos de Dios. Cristo nos “ha dado poder de venir a ser hijos de Dios” (Jn 1,12), sin mirar la raza, lengua, nacionalidad, sexo. “No hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,38). Se trata de la dignidad a la que está unida su vocación suprema: terrestre y eterna. Cristo revela a cada uno de los hombres la dignidad de hijo adoptivo de Dios, dignidad a la cual está unida su vocación suprema: terrestre y eterna. “Nuestra patria está en los cielos -escribirá San Pablo a los Filipenses-, de donde esperamos un salvador: al Señor Jesucristo, que transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a Sí todas las cosas” (3, 20-21). Cristo realiza esta dignidad de modo definitivo a través de la cruz. Y esta obra de la Alianza: la obra de llevar al hombre a la dignidad de hijo adoptivo (o de hija) de Dios, Cristo la realiza de modo definitivo a través de la cruz. Esta es la verdad que la Iglesia, en el presente período de Cuaresma, desea poner de relieve de modo particular: sin la cruz de Cristo no existe esa suprema elevación del hombre. Los enemigos de la cruz son aquellos para los que lo temporal sólo tiene valor de provecho material y de utilidad. 3 De aquí las duras palabras del Apóstol en la segunda lectura de hoy acerca de los que “andan... como enemigos de la cruz de Cristo”; su dios es el vientre (cfr. Fil. 3,18-19) (quiere decir que lo temporal es sólo lo que tiene valor de provecho material y de utilidad). El Apóstol habla de ésos “con lágrimas en los ojos” (Fil. 3,18). Tratemos de preguntarnos si estas lágrimas del Apóstol de las Gentes no se refieren también a nosotros, a nuestra época histórica, al hombre de nuestro tiempo. Pensemos sobre esto y preguntémonos si también en nuestra generación no crece una cierta hostilidad hacia la cruz de Cristo, hacia el Evangelio; quizá sólo se trate de una indiferencia que, a veces, es peor que la hostilidad. ¿Qué significa escuchar a Cristo? o Cada uno de nosotros debe dar siempre una respuesta a esta pregunta: si su cristianismo, si su vida son conformes con la fe, si son auténticos y sinceros. Debe dar esta respuesta si no quiere correr el riesgo de tener como dios al propio vientre. ¿Qué significa escuchar a Cristo? Es una pregunta que no puede dejar de plantearse un cristiano. Ni su razón. Ni su conciencia. ¿Qué significa escuchar a Cristo?. Toda la Iglesia debe dar siempre una respuesta a esta pregunta en las dimensiones de las generaciones, de las épocas, de las condiciones sociales, económicas y políticas que cambian. La respuesta debe ser auténtica, debe ser sincera, así como es auténtica y sincera la enseñanza de Cristo, su Evangelio, y después Getsemaní, la cruz y la resurrección. Y cada uno de nosotros debe dar siempre una respuesta a esta pregunta: si su cristianismo, si su vida son conformes con la fe, si son auténticos y sinceros. Debe dar esta respuesta si no quiere correr el riesgo de tener como dios al propio vientre (cfr. Fil. 3,19), y de comportarse como enemigo “de la cruz de Cristo” (Fil. 3,19). La respuesta será cada vez un poco diversa: diversa será la respuesta del padre y de la madre de familia, diversa la de los novios, diversa la del niño, diversa la del muchacho y la de la muchacha, diversa la del anciano, diversa la del enfermo clavado en el lecho del dolor, diversa la del hombre de ciencia, de la política, de la cultura, de la economía, diversa la del hombre del duro trabajo físico, diversa la de la religiosa o del religioso, diversa la del sacerdote, del pastor de almas, del obispo y del Papa. Y aun cuando estas respuestas deben ser tantas cuantos son los hombres que confiesan a Cristo, sin embargo, será única en cierto sentido, caracterizada con la semejanza interna con Aquél a quien el Padre celeste nos ha recomendado escuchar (“escuchadle”). Tal como dice de nuevo San Pablo: “Sed imitadores míos...” (Fil. 3,17), y en otro lugar añade, “como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11,1). Ahora permitidme, queridos hermanos y hermanas, que me detenga aquí para recordaros esta pregunta: ¿qué significa escuchar a Cristo? Y con esta pregunta os dejaré durante toda la Cuaresma. No os doy la respuesta demasiado pormenorizada, sólo os pido que cada uno de vosotros se plantee constantemente esta pregunta: ¿qué significa escuchar a Cristo en mi vida? Y ahora añado -siguiendo la liturgia de hoy- que escuchar a Cristo, que es el Hijo predilecto del eterno Padre, es al mismo tiempo la fuente de esa esperanza y alegría, de la que habla espléndidamente el Salmo de la liturgia de hoy: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” (Sal 26(27),1). Una constante aspiración espiritual de los cristianos De aquí nace el constante motivo de la aspiración espiritual: “Escúchame, Señor, no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo”(Sal. 26(27) 7-8). Buscar el rostro de Dios: he aquí la dirección que da Cristo a la vida humana: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo” (Sal. 26(27) 8-9). Continuando en esta dirección, el hombre no se cierra en los límites de lo temporal. Vive con la gran perspectiva. “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal. 26(27) 13-14). 4 Sí. Espera en el Señor. 2. Éste es mi Hijo, el elegido: escuchadle (v. 35). Es el Credo que Dios nos revela y la Iglesia profesa. En el centro de la fe, de la liturgia y de la espiritualidad, debe brillar el rostro de Cristo. Cfr Gianfranco Ravasi, Secondo le Scritture, Anno A, Piemme 1995, p. 69: • “En el Evangelio esta voz resuena con las mismas palabras en tres escenas, dispuestas simétricamente de modo que constituyen como un hilo conductor narrativo en la existencia terrena de Cristo. • Al inicio (Mateo 3), en el bautismo, cuando la voz celeste proclama la misma declaración sobr Cristo inmerso en las aguas del Jordán. • En el centro del camino terreno de Jesús, en la Transfiguración, la voz confirma el misterio que se oculta en el hombre Jesús, residente en Nazaret y predicador ambulante por los caminos de Palestina. Al final del Evangelio, cuando Cristo es elevado en la cruz delante del mundo, un centurión romano será quien proclame el verdadero secreto de Jesús que había sido anuncia antes desde el cielo: «En verdad éste era Hijo de Dios» (Mateo 27,54). Por tanto, esa voz contiene el Credo que Dios nos revela y que la Iglesia profesa. En el centro de nuestra fe, de nuestra liturgia, de nuestra espiritualidad, debe brillar por encima de todos y de todas las cosas, el rostro de Cristo: él debe ofuscar los «devocionalismos fáciles», debe confundir las degeneraciones de las diversas sectas, debe llevar lejos del oscuro abismo de las supersticiones”. La contemplación del rostro de Cristo se centra en la Escritura. El testimonio de los Evangelios es una visión de fe basada en un testimonio histórico preciso. Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, 17. • La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto que san Jerónimo afirma con vigor: « Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo » (« Ignoratio enim Scripturarum ignoratio Christi est »: Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17). Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1). Lo que nos ha llegado por medio de ellos es una visión de fe, basada en un testimonio histórico preciso. Es un testimonio verdadero que los Evangelios, no obstante su compleja redacción y con una intención primordialmente catequética, nos transmitieron de una manera plenamente comprensible (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 19). o En el Salmo Responsorial de hoy, una petición que hace el salmista, no me escondas tu rostro. • Salmo 27/26, 7-8. Escucha mi voz, Señor: yo te invoco;/ ten piedad de mí, respóndeme./De ti piensa mi corazón:/ «Busca su rostro»./ Tu rostro, Señor, buscaré. No me escondas tu rostro./ • San Agustín, Enarrationes in psalmos 26,8: «En lo escondido, donde solamente Tú lo oyes, te dijo mi corazón: Buscaré, Señor, tu rostro, perseveraré en esta búsqueda sin cansancio, a fin de amarte gratuitamente, pues nada encuentro más precioso que esto». 3. A Jesús se llega por la fe. Es necesaria una gracia de « revelación » que viene del Padre. A la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, nn. 19-20: 5 o Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio 19 A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la « gente » que es él, recibiendo como respuesta: « Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas » (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —¡y cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero que no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, ¡Jesús es muy distinto! Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los « suyos »: « Y vosotros ¿quién decís que soy yo? » (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: « Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16,16). 20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: « No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos » (16,17). La expresión « carne y sangre » evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de « revelación » que viene del Padre (cf. ibíd.). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús « estaba orando a solas » (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: « Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad » (Jn 1,14). 4. Un programa para nuestra vida: Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia. Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, n. 29. • « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » (Hch 2,37). Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. (Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, n. 29) 5. Nuestra transformación en Cristo ya ahora: la transformación del corazón Cfr. Raniero Cantalamessa, La parola e la vita Anno C, II domenica di Quaresima pp. 90-95 • Nuestra transfiguración se refiere, como hemos visto, en primer lugar a la «transformación de nuestro cuerpo vil en cuerpo glorioso como el de Cristo», que se dará en los cielos, tal como afirma san Pablo en el texto de la Carta a los Filipenses que se ha leído hoy. • Pero hay también una transformación que no se realiza en el futuro, es decir, después de la muerte, 6 sino ya ahora: la transformación de nuestro corazón. 6. Los cristianos estamos revestidos en Cristo por el bautismo y aspiramos a participar de la madurez de Cristo. • Gálatas 3, 27: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo». Nuestro ser natural ha sido revestido de Cristo. Y estamos llamados a ser «el hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo» (Efesios 4, 13). 7. El camino hacia la «madurez de Cristo» o la «medida de la plenitud de Cristo», a la que estamos llamados a llegar para ser realmente adultos en la fe. ¿Que significa ser niños en la fe? Cfr. Homilía del cardenal Ratzinger en la misa por la elección del Papa, 18 abril 2005 Detengámonos en dos puntos. El primero, es el camino hacia la «madurez de Cristo», como dice, simplificando, el texto en italiano. Más en concreto tendríamos que hablar, según el texto griego, de la «medida de la plenitud de Cristo», a la que estamos llamados a llegar para ser realmente adultos en la fe. No deberíamos quedarnos como niños en la fe, en estado de minoría de edad. Y, ¿qué significa ser niños en la fe? Responde san Pablo: significa ser «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina» (Efesios 4, 14). ¡Una descripción muy actual! Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuantas modas del pensamiento… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir en el error (Cf. Efesios 4, 14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar «zarandear por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud que está de moda. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas. Nosotros tenemos la medida del Hijo de Dios, verdadero hombre Homilía del cardenal Ratzinger en la misa por la elección del Papa, 18 abril 2005 Nosotros tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Él es la medida del verdadero humanismo. «Adulta» no es una fe que sigue las olas de la moda y de la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da la medida para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Tenemos que madurar en esta fe adulta, tenemos que guiar hacia esta fe al rebaño de Cristo. Y esta fe, sólo la fe, crea unidad y tiene lugar en la caridad. San Pablo nos ofrece, en oposición a las continuas peripecias de quienes son como niños zarandeados por las olas, una bella frase: hacer la verdad en la caridad, como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En Cristo, coinciden verdad y caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, verdad y caridad se funden. La caridad sin verdad sería ciega; la verdad sin caridad, sería como «un címbalo que retiñe» (1 Corintios 13, 1). • La meta, por tanto, es: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2, 20). www.parroquiasantamonica..com Vida Cristiana

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