lunes, 26 de junio de 2017

Domingo 32 del tiempo ordinario, Ciclo C (2013). Sobre la vida eterna. El salmo responsorial 17/16. Estamos llamados a contemplar el rostro del Señor ya ahora en esta tierra, para contemplarlo en plenitud en la vida eterna. Podemos contemplar el rostro de Dios en el rostro de Cristo, ya ahora en esta vida. La contemplación del rostro de Cristo se centra en lo que dice de él la Escritura. Si descubrimos a Jesús en la Eucaristía, aprenderemos a descubrirlo en los demás, enseña a pasar de un amor afectivo a un amor efectivo. El rostro doliente de Cristo, el rostro del Resucitado, el rostro eucarístico. El rostro de Cristo en el prójimo: amar no es sólo un sentimiento; es un acto de voluntad que consiste en preferir de manera constante el bien del otro al bien propio: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13).






1 Domingo 32 del tiempo ordinario, Ciclo C (2013). Sobre la vida eterna. El salmo responsorial 17/16. Estamos llamados a contemplar el rostro del Señor ya ahora en esta tierra, para contemplarlo en plenitud en la vida eterna. Podemos contemplar el rostro de Dios en el rostro de Cristo, ya ahora en esta vida. La contemplación del rostro de Cristo se centra en lo que dice de él la Escritura. Si descubrimos a Jesús en la Eucaristía, aprenderemos a descubrirlo en los demás, enseña a pasar de un amor afectivo a un amor efectivo. El rostro doliente de Cristo, el rostro del Resucitado, el rostro eucarístico. El rostro de Cristo en el prójimo: amar no es sólo un sentimiento; es un acto de voluntad que consiste en preferir de manera constante el bien del otro al bien propio: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13). Cfr. 32 Tiempo Ordinario Ciclo C 10 noviembre 2013 - Lucas 20, 37-38; Salmo 17(16) 1; 5-6; 8b y 15. Lucas 20, 27-38: 27 Acercándose algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron: 28 «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. 29 Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos; 30 y la tomó el segundo, 31 luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos. 32 Finalmente, también murió la mujer. 33Esta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer.» 34 Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; 35 pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, 36 ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. 37 Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor = el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. = 38 No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven.» Salmo Responsorial, Salmo 17 (16) 1; 5-6; 8b y 15. R/. Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro. 1 Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, que en mis labios no hay engaño. 5 Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos. 6 Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío, inclina el oído y escucha mis palabras. 8 b A la sombra de tus alas escóndeme. 15 Yo, en justicia, contemplaré tu rostro, Y, al despertar, me saciaré de tu presencia. Contemplaré tu rostro, y, al despertar, me saciaré de tu presencia. (Salmo 17) Acudid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro. (Salmo 105) 1. Anuncio • El tema común de las lecturas de este domingo 32 del tiempo ordinario es el destino último de los hijos de Dios. Cuando deseamos conocerlo, no se trata de satisfacer una curiosidad sino, más bien y con la gracia de Dios, de vivir el presente de una cierta manera, de modo que ejercitemos nuestra libertad tomando decisiones que tengan un pleno significado. • En el salmo responsorial somos invitados a estar firmemente convencidos de que Dios es preferible al mundo entero y de que la más grande felicidad consiste en vivir con Él – que se nos haga presente ya en esta vida - , en la espera del momento en el que se abrirán nuestros ojos para contemplar para siempre y en plenitud su rostro. 2 2. Estamos llamados a contemplar el rostro del Señor ya ahora en esta tierra, para contemplarlo en plenitud en la vida eterna. a) Salmo Responsorial del jueves de la 31 semana del tiempo ordinario, 104 Salmo 105/104, 4: Acudid al Señor y a su poder / buscad continuamente su rostro. b) El Salmo responsorial de hoy: al despertar, Señor, contemplaré tu rostro. Salmo 17 (16) 1; 5-6; 8b y 15. R/. Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro. 1 Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, que en mis labios no hay engaño. 5 Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos. 6 Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío, inclina el oído y escucha mis palabras. 8 b A la sombra de tus alas escóndeme. 15 Yo, en justicia, contemplaré tu rostro, Y, al despertar, me saciaré de tu presencia.] o El «despertar»: se puede entender en sentido propio (al llegar la mañana), o en sentido figurado (al despertar de la muerte). Manifiesta la esperanza del hombre que, más allá de los bienes de este mundo, está en la contemplación de Dios. El bien supremo del hombre trasciende los bienes de este mundo y está en la contemplación gozosa de Dios. • Libros poéticos y sapienciales, Eunsa 2001, Salmo 17, 13-15: “Las últimas palabras del salmo «al despertar...» pueden ser entendidas en sentido propio - al llegar la mañana – como en Sal 3,6; 5,4 1 , o en sentido metafórico - despertar de la muerte – como en Daniel 12,2; Isaías 26, 19. En cualquier caso, igual que en Sal 16,10, manifiestan la esperanza de que el bien supremo del hombre trasciende los bienes de este mundo y está en la contemplación gozosa de Dios” (cfr. Gaudium et spes, n. 19). Vivir en comunión con Dios es la razón más alta de la dignidad humana. • Gaudium et spes, 19: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador». Dos tipos de saciedad • Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La esfera de los libros 2007, p. 256: «De tu despensa les llenarás el vientre, se saciarán sus hijos... Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 17, 14s). Aquí se contraponen dos tipos de saciedad: el hartarse de bienes materiales y el llenarse «de tu semblante», la saciedad del corazón mediante el encuentro con el amor infinito. «Al despertar» hace referencia en definitiva al despertar a una vida nueva, eterna; pero 1 Salmo 3,6: Me acuesto y puedo dormir/ y despertarme, porque el Señor me sostiene. Salmo 5,4: ¡Señor! De mañana oyes mi voz, / de mañana me presento a Ti / y me quedo esperando. Libros poéticos y sapienciales, Eunsa 2001, comentario al Salmo 3, 5-7: El sueño del que, gracias al Señor, se despierta el salmista simboliza el sueño de la muerte del que despertó Jesucristo por el poder de Dios que le resucitó de entre los muertos (cfr. Romano 1,4). «En los salmos hallamos profetizado no sólo el nacimiento de Jesús, sino también su pasión salvadora, su reposo en el sepulcro, su resurrección, su ascensión y su glorificación a la derecha del Padre. El salmista anuncia lo que nadie se hubiera atrevido a decir, aquello mismo que luego, en el Evangelio, proclamó el Señor en persona.» (S. Ambrosio, Enarrationes in XII Psalmos 1,8). 3 también se refiere a un «despertar» más profundo ya en este mundo: despertar a la verdad, que ya ahora da al hombre una nueva forma de saciedad. [Comentario a la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro] 3. Podemos contemplar el rostro de Dios en el rostro de Cristo, ya ahora en esta vida. Cfr. San Juan 14, 7-11 • 7 Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto. 8 Felipe le dijo: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. 9 Jesús le contestó: Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre? 10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo, no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. 11 Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas. Cfr. Carta Apostólica Novo millennio ineunte, Juan Pablo II, al concluir el jubileo del año 2000, 6 de enero de 2001 o En Cristo Dios ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» • n.23 « Señor, busco tu rostro » (Sal 27/26,8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho « brillar su rostro sobre nosotros » (Sal 6766,3). o La contemplación del rostro de Cristo se centra en lo que dice de él la Escritura • n.17 “La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura (...) Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1). ” o Llegamos a la contemplación del rostro del Señor sólo dejándonos guiar por su gracia. n. 19 (...) A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la « gente » que es él, recibiendo como respuesta: « Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas » (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —¡y cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero que no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, ¡Jesús es muy distinto! Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los « suyos »: « Y vosotros ¿quién decís que soy yo? » (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: « Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16,16). n. 20 ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: « No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos » (16,17). La expresión « carne y sangre » evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de « revelación » que viene del Padre (cf. ibíd.). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús « estaba orando a solas » (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. o Rostro doliente La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. 4 El Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la confianza. n. 25 La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración. Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: « ¡Abbá, Padre! ». Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del sufrimiento (cf. Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del « rostro » del pecado. « Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él » (2 Co 5,21). Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la cruz: « "Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?" —que quiere decir— "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" » (Mc 15,34). ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? En realidad, el angustioso « por qué » dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa el Salmo: « En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste... ¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca, no hay para mí socorro! » (22/21, 5.12). o El rostro del resucitado La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero». Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: « Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia». n. 28 (...) Pero esta contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado! Si no fuese así, vana sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1 Co 15,14). La resurrección fue la respuesta del Padre a la obediencia de Cristo, como recuerda la Carta a los Hebreos: « El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen » (5,7-9). La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: « Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: « Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia » (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Dulcis Iesu memoria, dans vera cordis gaudia »: ¡cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él « es el mismo ayer, hoy y siempre » (Hb 13,8). o El rostro eucarístico Cfr. Juan Pablo II, Encíclica «Ecclesia de Eucharistia», nn. 6, 9, 18 y 20 Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron». Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna. 5 n. 6 “Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, «misterio de luz». Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24, 31)”. n. 9 (...) La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. n. 18 Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. n. 20 La Eucaristía ... “da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. .... los cristianos se sienten más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios”. o Si descubrimos a Jesús en la Eucaristía, sabremos descubrirlo también en los demás, enseña a pasar de un amor afectivo a un amor efectivo. Cfr. Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de la Juventud 2004 El olvido de sí no es fácil; aleja del amor posesivo y narcisista para abrir al hombre a la alegría del amor que se entrega. La eucaristía enseña a superar las emociones superficiales para arraigarse firmemente en lo que es verdadero y bueno; libera de la cerrazón en uno mismo y predispone a la apertura a los demás; enseña a pasar de un amor afectivo a un amor efectivo. Porque amar no es sólo un sentimiento; es un acto de voluntad que consiste en preferir de manera constante el bien del otro al bien propio: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13). “Buscadle con los ojos de la carne en los acontecimientos de la vida y en el rostro de los demás; pero buscadle también con los ojos del alma a través de la oración y de la meditación de la Palabra de Dios pues «la contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura» («Novo millennio ineunte», 17).” (...) Queridos amigos, si aprendéis a descubrir a Jesús en la Eucaristía, sabréis descubrirlo también en vuestros hermanos y hermanas, en particular en los más pobres. La Eucaristía recibida con amor y adorada con fervor se convierte en escuela de libertad y de caridad para realizar el mandamiento del amor. Jesús nos habla el lenguaje maravilloso de la entrega de sí y del amor hasta el sacrificio de la propia vida. ¿Es algo fácil? No, ¡lo sabéis! El olvido de sí no es fácil; aleja del amor posesivo y narcisista para abrir al hombre a la alegría del amor que se entrega. Esta escuela eucarística de libertad y de caridad enseña a superar las emociones superficiales para arraigarse firmemente en lo que es verdadero y bueno; libera de la cerrazón en uno mismo y predispone a la apertura a los demás; enseña a pasar de un amor afectivo a un amor efectivo. Porque amar no es sólo un sentimiento; es un acto de voluntad que consiste en preferir de manera constante el bien del otro al bien propio: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13). Con esta libertad interior y esta ardiente caridad Jesús nos enseña a encontrarle en los demás, en primer lugar en el rostro desfigurado del pobre. A la beata Teresa de Calcuta le gustaba entregar una «tarjeta de visita» en la que estaba escrito: «Fruto del silencio es la oración; fruto de la oración la fe, fruto de la fe el amor, fruto del amor el servicio, fruto del servicio la paz». Este es el camino del encuentro con Jesús. Salid al paso de todos los sufrimientos humanos con el empuje de vuestra generosidad y con el amor que Dios infunde en vuestros corazones por medio del Espíritu Santo: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mateo 25, 40). ¡El mundo tiene necesidad urgente del gran signo profético de la caridad fraterna! No es suficiente, de hecho, «hablar» de Jesús; en cierto sentido hay que hacérselo «ver» con el testimonio elocuente de la propia vida (Cf. «Novo millennio ineunte», 16). www.parroquiasantamonica.com Vida Cristiana 

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