viernes, 13 de abril de 2018

Domingo 3º de Pascua Año B 15 abril 2018


[Chiesa/Omelie1/Pasqua/3PascuaB18RostroDiosPadreEnCristoMisericordia]

Ø Domingo 3º de Pascua, Año B (2018). El rostro de Cristo revela el  rostro misericordioso  de Dios

Padre. Toda la vida de Cristo es revelación del Padre. Hemos de ser contempladores del rostro de Jesús para no sólo «hablar» sino en cierto modo hacerlo ver, siendo así testimonio. Los hombres a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios.


v  Cfr. Domingo 3º de Pascua Año B  15 abril 2018

1 Juan 2, 1-5; Lucas 24, 35-48; Salmo Responsorial 4,2.4-6.7.9; Hechos 3, 13-15.17-19
Salmo 4: 2 Escúchame cuando te invoco, Dios de mi justicia; tú que en la angustia  me das  alivio, ten piedad de mí y oye mi oración. 4 Sabed que el Señor elige al que  le es fiel. El Señor me escucha cuando le invoco. 5 Temblad y dejad de pecar, reflexionad en vuestros corazones, sobre vuestros lechos, en silencio.  6 Ofreced sacrificios de justicia y confiad en el Señor. 7 Muchos dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha? Alza sobre nosotros la luz de tu rostro 9 En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque Tú solo, Señor, me haces vivir seguro.
¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!

1.    El rostro de Dios está en el rostro de Cristo


v  En la Escritura

o   Jesús revela al Padre: El que me ha visto a mí ha visto al Padre

-          Juan 14, 5-11: 5 Le dice Tomás: « Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? » 6
Le dice Jesús: « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. 7 Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto. » 8 Le dice Felipe: « Señor, muéstranos al Padre y nos basta. » 9 Le dice Jesús: « ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? 10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras.

o   Que nuestros corazones irradien el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo.

-          2 Co 4, 5-6:  5  No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros mismos
como siervos vuestros por Jesús. 6 Porque  el mismo Dios que mandó: «Del seno de las tinieblas brille la luz», hizo  brillar la luz en nuestros corazones, para que irradien el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo.  

v  En el Catecismo de la Iglesia Católica

o   Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre.

-          n. 516: Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus
sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Juan 14, 9), y el Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadle» (Lucas 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho para cumplir la voluntad del Padre (Cf Hebreos 10, 5-7), nos «manifestó el amor que nos tiene» (1 Juan 4, 9) incluso con los rasgos más sencillos de sus misterios.

v  En Juan Pablo II

o   Carta Apostólica “Novo millennio ineunte”, 6 enero 2001.

§    Un rostro para  contemplar. Hemos de ser contempladores de su rostro para no sólo «hablar» sino en cierto modo hacerlo ver, siendo así testimonio.
·         n. 16. « Queremos ver a Jesús » (Juan 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que
habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo « hablar » de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver ». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?
            Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro.
§    Ante los desafíos de nuestro tiempo. No hay una fórmula mágica que nos salve, ni hay que inventar un programa. El programa ya existe: se centra en Cristo, a quien hay que conocer, amar e imitar.
·         n. 29: (...) No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los
grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona  y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con  vosotros!
            No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz.

v  En «Es Cristo que pasa», n. 142

o   Dios nos llama para que, en medio de las debilidades propias de quien es polvo y miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo.

·         Dios nos llama ya ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos regenera del pecado, nos da las fuerzas
para que, entre las debilidades propias de quien aún es polvo y miseria,  podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo. No somos sólo náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que esa salvación obra ya en nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz  pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre”.

v  En «Amigos de Dios», n. 127

o   Jesús es el camino. Los hombres a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios.

“Ego sum via, veritas et vita [1], Yo soy el camino, la verdad y la vida. Con estas inequívocas palabras, nos ha mostrado el Señor cuál es la vereda auténtica que lleva a la felicidad eterna. Ego sum via:  El es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre presente en nuestros pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en aquellas más ordinarias y corrientes.
            Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. Iesus Christus heri, et hodie; ipse et in sæcula [2]. ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios. Ahora, al comenzar este rato de oración junto al Sagrario, pídele, como aquel ciego del Evangelio: Domine, ut videam! [3], ¡Señor, que vea!, que se llene mi inteligencia de luz y penetre la palabra de Cristo en mi mente; que arraigue en mi alma su Vida, para que me transforme cara a la Gloria eterna”.

2.    Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre

v  Cfr. Francisco, Bula de proclamación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia (11 de abril de 2015).

o   Jesús de Nazaret, con su palabra, sus gestos y toda su persona, revela la misericordia de Dios.

·         n. 1: Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su
síntesis en esta palabra, que se hizo viva, visible y alcanzó su culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, rico de misericordia (Efesios 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad (Éxodo 34,6) no dejó de dar a conocer, de varios modos y en muchos momentos de la historia, su naturaleza divina. En la plenitud de los tiempos (Gálatas 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, envió a su Hijo, nacido de la Virgen María, para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien ve a Él ve al Padre (cfr. Juan 14,9). Jesús de Nazaret, con su palabra, sus gestos y toda su persona[4], revela la misericordia de Dios.

o   La misión que Jesús recibió del Padre fue revelar el misterio del amor divino en su plenitud.

·         n. 8: (…) La misión que Jesús recibió del Padre fue revelar el misterio del amor divino en su plenitud. Dios
es amor (1Juan 4,8.16), afirma —por primera y única vez en toda la Sagrada Escritura— el evangelista Juan. Ese amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa que amor. Un amor que se entrega y se ofrece gratuitamente. Su trato con las personas que se le acercan deja ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo con los pecadores, con las personas pobres, excluidas, enfermas y que sufren, llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él carece de compasión.
Jesús, ante la multitud de las personas que le seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas, pérdidas y sin guía, sintió desde lo hondo de su corazón una intensa compasión (cfr. Mateo 9,36). Por ese amor compasivo curó a los enfermos que le presentaban (cfr. Mateo 14,14) y, con pocos panes y peces, calmó el hambre de una gran muchedumbre (cfr. Mateo 15,37). Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la que leía el corazón de sus interlocutores y respondía a sus necesidades más reales.

o   Diversos hechos concretos del Evangelio, en los que aparece que Jesús es movido  por la misericordia.

Cuando encontró la viuda de Naim, que llevaba su único hijo al sepulcro, sintió gran compasión por el inmenso dolor de la madre en lágrimas, y le devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (cfr Lc 7,15). Después de haber liberado el endemoniado de Gerasa, le confía esta misión: « Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho y la misericordia que ha obrado contigo » (Mc 5,19). También la vocación de Mateo se coloca en el horizonte de la misericordia. Pasando delante del banco de los impuestos, los ojos de Jesús se posan sobre los de Mateo. Era una mirada cargada de misericordia que perdonaba los pecados de aquel hombre y, venciendo la resistencia de los otros discípulos, lo escoge a él, el pecador y publicano, para que sea uno de los Doce. San Beda el Venerable, comentando esta escena del Evangelio, escribió que Jesús miró a Mateo con amor misericordioso y lo eligió: miserando atque eligendo (Cfr Hom. 21: CCL 122, 149-151). Siempre me ha cautivado esta expresión, tanto que quise hacerla mi propio lema.

o   En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús  revela a Dios como un Padre que jamás se da por vencido: lleno de alegría sobre todo cuando perdona.

·         n. 9: En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre
que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas; tres en particular: la de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos (cfr Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.

Vida Cristiana






[1] Juan 14,6
[2] Hebreos 13,8
[3] Lucas 18,41
[4] Cfr. Dei Verbum, 4.

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